Cuando se es muy joven, cualquier lugar u ocasión son buenos para iniciarse en el amor, el erotismo y las infinitas variedades de conductas o actitudes que pueden surgir en torno a ello. En Sexo, salmo y procesión, Roberto Fuentes ha escogido un paseo de fin de curso a Pichilemu, los trabajos de verano en una comunidad mapuche y nada menos que la peregrinación al Santuario de Santa Teresita de Los Andes. Y, al parecer, a esa edad incierta, ambigua, inestable, tampoco importa mucho la elección de la pareja, llámese Fabiola, Carolina, Cecilia, Susi o Andrea, aunque las dos últimas llenan mucho más espacio en el corazón del protagonista. Con un lenguaje híbrido, coloquial, vivo, Fuentes narra el accidentado despertar sentimental de un confundido muchacho, quien siempre teme ser cursi y nunca deja de transmitir entrañables cursilerías, transmutadas en una prosa recia y áspera, pero también singular y extrañamente lírica, esa clase de prosa individual, promiscua, repleta de giros y tics, divertida, si bien clara y comprensible, pues nos permite adentrarnos de inmediato en la conciencia del héroe. Un pasaje crucial del libro, muy al comienzo, que puede pasar desapercibido, ocurre cuando nos dice: “Ya podía verme casi en tercera persona”. Sí, porque cuando uno es capaz de desdoblarse e imaginarse transformado en otro -¿no es eso, después de todo, buena parte de la literatura?-, también puede contar con franqueza lo que le pasa, titubear, ponerlo por escrito, bucear en sí mismo, superar las barreras del convencionalismo, en definitiva, construir un texto ficticio de valor, como el que tenemos en esta novela tan especial.

Sexo, salmo y procesión - Roberto Fuentes

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Cuando se es muy joven, cualquier lugar u ocasión son buenos para iniciarse en el amor, el erotismo y las infinitas variedades de conductas o actitudes que pueden surgir en torno a ello. En Sexo, salmo y procesión, Roberto Fuentes ha escogido un paseo de fin de curso a Pichilemu, los trabajos de verano en una comunidad mapuche y nada menos que la peregrinación al Santuario de Santa Teresita de Los Andes. Y, al parecer, a esa edad incierta, ambigua, inestable, tampoco importa mucho la elección de la pareja, llámese Fabiola, Carolina, Cecilia, Susi o Andrea, aunque las dos últimas llenan mucho más espacio en el corazón del protagonista. Con un lenguaje híbrido, coloquial, vivo, Fuentes narra el accidentado despertar sentimental de un confundido muchacho, quien siempre teme ser cursi y nunca deja de transmitir entrañables cursilerías, transmutadas en una prosa recia y áspera, pero también singular y extrañamente lírica, esa clase de prosa individual, promiscua, repleta de giros y tics, divertida, si bien clara y comprensible, pues nos permite adentrarnos de inmediato en la conciencia del héroe. Un pasaje crucial del libro, muy al comienzo, que puede pasar desapercibido, ocurre cuando nos dice: “Ya podía verme casi en tercera persona”. Sí, porque cuando uno es capaz de desdoblarse e imaginarse transformado en otro -¿no es eso, después de todo, buena parte de la literatura?-, también puede contar con franqueza lo que le pasa, titubear, ponerlo por escrito, bucear en sí mismo, superar las barreras del convencionalismo, en definitiva, construir un texto ficticio de valor, como el que tenemos en esta novela tan especial.