Mi reseña:

“De chica no me gustaba llorar, era capaz de tragar cualquier angustia y de aguantar la peor ira con tal de no soltar ni una lágrima. […] Yo era fuerte y podía aguantarlo.”
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Cuando Ana tiene 10 años, comienzan sus dolores. Pero Ana aguanta, porque no le gusta llorar, no le gusta mostrarse vulnerable; llega incluso a soportar el dolor de un brazo roto durante horas. Pero un dolor persistente en su rodilla izquierda dispara una señal de alerta y empiezan los estudios. Chequeos y más chequeos, pero ningún diagnostico a la vista. Luego de pinchazos, resonancias, tomografías y densitometrías los especialistas dan con la enfermedad, una que es transmitida genéticamente, que tiene tratamiento, pero que la acompañará toda su vida. Y Ana, ya adolescente, con todo un mundo por descubrir, con los deseos más profundos de experimentar y de vivir, está obligada a pasarse horas, a veces días, internada. Mientras observa los paisajes que la ventana del hospital ofrece, escucha a bebés llorando en maternidad, mientras imagina posibles vidas personales de las enfermeras y médicos, Ana reflexiona sobre su origen y el de su enfermedad, una que viaja por una familia “en donde la plata es sinónimo de abundancia y la abundancia de felicidad”. Pero si mira el pasado, Ana no quiere un cuerpo frágil, de cristal, uno que aprenda a simplemente soportar el dolor, ella quiere un futuro distinto, y la fuerza que un día le permitió aguantar el dolor de un hueso quebrado sin soltar una lágrima será la que la empuje a ver su cuerpo y su enfermedad de otra manera, porque nuestro cuerpo es el único que vamos a tener. Siempre.
Me gustó mucho el libro, lo leí en un par de horas. La voz de Ana es muy simple, es la de una niña, la de una adolescente, pero supone una profundidad y una sabiduría que te deja patas para arriba.

Editorial: Concreto