Los opacos


Puto despertador. Un ring que da la señal de largada. Siete en punto. Gastón libera el brazo y aplasta sus testículos desnudos contra el borde la cama. Busca. Abre. Busca. Apila. Busca. ¿Dónde quedó el calzoncillo que me arranque anoche? La prenda aparece. Se la coloca (Ese trapo entre las piernas te hace un bultito de nene de siete años, comentó Mariela una vez). Gastón esquiva un preservativo anudado junto a sus zapatos. Avanza rumbo a la cocina: confort en veinticuatro cuotas.
¡Qué buena heladera te compraste, che!, lo había felicitado, una semana antes, el mejor amigo gay de Mariela. A metros, dueña de la cama, ella se revuelve. Abraza la almohada. Finalmente, y suspiro mediante, se hunde en un sueño apático.


La montura


Hoy intenté levantarme. Una vez. Dos. Pero no pude: me supera el calambre. Ya sé que me comporto de manera estúpida, no necesito a un coherente que me lo repita, pero hubo una etapa en la que aquello que hoy está ahí, afuera, el sorgo y la alfalfa que se extienden hasta el horizonte, fue enteramente mío y es lógico que ahora se me antoje no quedarme quieto. Desde acá, la ventana que tengo adelante se asemeja a un muro socarrón; un rectángulo sonoro que me desafía a sortearlo. Y no es que me considere un histérico que tiene por costumbre sobredimensionar todo lo que le pasa. La cuestión es sencilla: no puedo.

Editorial: Alto pogo

Ninguno es feliz - Patricio Eleisegui

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¡Qué buena heladera te compraste, che!, lo había felicitado, una semana antes, el mejor amigo gay de Mariela. A metros, dueña de la cama, ella se revuelve. Abraza la almohada. Finalmente, y suspiro mediante, se hunde en un sueño apático.


La montura


Hoy intenté levantarme. Una vez. Dos. Pero no pude: me supera el calambre. Ya sé que me comporto de manera estúpida, no necesito a un coherente que me lo repita, pero hubo una etapa en la que aquello que hoy está ahí, afuera, el sorgo y la alfalfa que se extienden hasta el horizonte, fue enteramente mío y es lógico que ahora se me antoje no quedarme quieto. Desde acá, la ventana que tengo adelante se asemeja a un muro socarrón; un rectángulo sonoro que me desafía a sortearlo. Y no es que me considere un histérico que tiene por costumbre sobredimensionar todo lo que le pasa. La cuestión es sencilla: no puedo.

Editorial: Alto pogo