El teléfono celular va a sonar y don Jaime, comisario retirado, no tendrá tiempo de hacer el balance de sus 40 años al servicio de la organización. Quizás se atragante con la medialuna, manotee el cajón de su escritorio y conteste. Entonces se arrepentirá de muchas cosas, sobre todo de no haber empezado a desayunar antes, de no haber mirado más tiempo la playa por la ventana, de no haberle preguntado más cosas a Remigia, fiel empleada, cuando le trajo el desayuno; de no haberse quedado un rato más con su esposa en la cama, de no haber planeado antes la fiesta temática con ostras y otros frutos marinos, para sus hijas, recién doctoradas las dos. Se arrepentirá de haber malgastado su tiempo en la rutina de leer y pelearse con los diarios, de seguir haciendo inteligencia, aun cuando la Fuerza le dio el retiro con honores. Se arrepentirá de haberse molestado con los semidioses de las primeras planas, ufanos en su ceguera, que no ven ni verán los hilos de la organización hasta que los tengan enredados al cuello. Quizás asumirá como un castigo a su exceso de confianza todo lo que ocurra después del
llamado. Un verdugo recela permanentemente y —bien lo sabe el comisario— nunca baja la guardia.
Lo volvía loco esa puta a Marcos; pero, a su modo, él era feliz. Don Jaime les advirtió del peligro. El Chico Maravilla no lo oyó, ni a sus compañeros. La puta loca, en realidad, nunca se apoyó a fondo en el equipo. Hasta que un animal se la mató, pobre Marcos. Para que no se volviera loco, Silvio, Eneas y Regina se lo llevaron a Necochea. Al mataputas no podían tocarlo, era útil, y Marcos iba a desbocarse. 

Editorial: Alto pogo

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El teléfono celular va a sonar y don Jaime, comisario retirado, no tendrá tiempo de hacer el balance de sus 40 años al servicio de la organización. Quizás se atragante con la medialuna, manotee el cajón de su escritorio y conteste. Entonces se arrepentirá de muchas cosas, sobre todo de no haber empezado a desayunar antes, de no haber mirado más tiempo la playa por la ventana, de no haberle preguntado más cosas a Remigia, fiel empleada, cuando le trajo el desayuno; de no haberse quedado un rato más con su esposa en la cama, de no haber planeado antes la fiesta temática con ostras y otros frutos marinos, para sus hijas, recién doctoradas las dos. Se arrepentirá de haber malgastado su tiempo en la rutina de leer y pelearse con los diarios, de seguir haciendo inteligencia, aun cuando la Fuerza le dio el retiro con honores. Se arrepentirá de haberse molestado con los semidioses de las primeras planas, ufanos en su ceguera, que no ven ni verán los hilos de la organización hasta que los tengan enredados al cuello. Quizás asumirá como un castigo a su exceso de confianza todo lo que ocurra después del
llamado. Un verdugo recela permanentemente y —bien lo sabe el comisario— nunca baja la guardia.
Lo volvía loco esa puta a Marcos; pero, a su modo, él era feliz. Don Jaime les advirtió del peligro. El Chico Maravilla no lo oyó, ni a sus compañeros. La puta loca, en realidad, nunca se apoyó a fondo en el equipo. Hasta que un animal se la mató, pobre Marcos. Para que no se volviera loco, Silvio, Eneas y Regina se lo llevaron a Necochea. Al mataputas no podían tocarlo, era útil, y Marcos iba a desbocarse. 

Editorial: Alto pogo